Y cada vez que vuelvo,
ellos siguen allí
en el silencio gris y en el
aire salobre
y penetrante del mar,
ebrios de soledad,
su merodeo sobre el légamo portuario,
sobre los muelles, acechando un destello
bruñido bajo la superficie,
su altísimo trayecto
sacral hacia otro sueño
inalcanzable;
su plateada imagen, centro del arco inmenso
funeral y metálico del tiempo.
Su quietud suspendida en el espacio,
desplegada la envergadura blanca de sus alas,
pájaros infinitos, transfigurados, fríos,
aves marinas, eternos libres pájaros.
Sobre la arena dejan el rastro de sus huellas
y acaso me sorprende lo agudo de su grito,
guardianes de los altos cantiles donde acaba
la vida abruptamente, en el contorno exacto
donde comienza la eternidad del mar;
eternos ángeles de desabrido llanto, vigilantes
de todos los cementerios marinos.
Cuando claudican todos los otros pájaros
del mundo, gritan
soberbios, hímnicos
y audaces al espacio, a la noche y
la muerte,
como si fueran los testigos perennes
de la libertad, como en un
mundo extraño
más bello y más profundo,
ajeno a la nostalgia,
sin memoria, sin palabras, más allá de lo opaco
y lejano de la tierra, Indemnes a sus oscuros nombres,
volando eternamente en la línea imprecisa
donde se unen el mar y el universo.