Te he amado sobre el mar, mi único lecho
porque el mar fue la cuna, donde oí
el canto más temprano del mundo
y el brillo de la arena en la marea baja
fue la firme promesa que el tiempo me hizo
tantas veces de infinitud y amor en el crepúsculo.
Te he amado sobre el mar y el oleaje
se bordó de la espuma blanca de tus “te quiero”
y te he seguido amando aunque los cúmulos
cubrieron de tristeza y de lluvia nuestra playa.
Te he amado sobre el mar porque su azul
profundo, su intensidad de sal y su latido
alzan el altar único donde la piel
se inmola y los ojos se abren para el amor
junto a otra piel transida de la plata
irisada de los seres marinos.
Te he amado bajo el mar, en el verde translúcido
y frío de sus aguas, como el ser no nacido
al que espera un exilio deslumbrado de lágrimas.
Y te amo bajo el mar, aunque apenas respiro
y giro a todas partes en esta inmensidad
sombría de sus ondas para seguir buscándote
solo donde la vida es libertad y sueño.
Pero el mar es el tálamo donde el amor naufraga,
donde tal vez su furia y la soledad de su alma
anegan los altares de esa efímera gloria
en el umbral exacto del silencio.
Minotauros atroces rondan su laberinto
y se queda desierto, esquivo y desolado,
sumergido en un sueño de inconsciencia infinita
o en un llanto trágico de galerna.
Porque ya sabe entonces que no es mar
sino solo vacío, que su memoria es líquido
y ronco lamento de la resaca y en el aire
y la luz ensombrecida de la playa, solo queda
el fulgor exiguo y apagado del nacar en la arena.
Y ahora te amo lejos del mar, con el dolor
de un regreso imposible hasta su orilla,
con la palabra rota del oleaje
que recuerda tu nombre, con la herida salobre
e incrustada de pólipos que ya no se me cierra.
Lejos del mar porque se que algún día
su seno, que fue cuna y fue tálamo y altar
inmarchitable, será el último lecho donde oiga
el canto silencioso de tu olvido.
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