Vuelo.
Inamovible el vuelo ante mis ojos
de asombro plateado de gaviotas,
el mar se ensombrecía ante la larga playa
y escuchaba el latido visceral de la piedra
con la insistencia blanca de la espuma
descifrando los límites del mundo.
Y el soplo de la tarde desbocada de pájaros
avanzaba el enigma de la noche
sobrecogida y láctea.
Sobre el techo del mundo contemplaba
los pájaros que extendían las alas, inmóviles
sobre el viento y sobre el mar metálico.
Un destino de olas y naufragios, de brisa
y soledad inmensa, se abría ante mi vida,
y una obsesión extraña de orillas estelares
se aferraba a mis manos y quería
que extendiera los brazos en el aire
y me embriagase del acerado grito
salvaje y gris del mar y de los pájaros
y siguiera su quiebro veloz y repentino
para volar con ellos a los altos cantiles
donde acaso detienen su permanente huida
y pliegan y reposan sus alas de ceniza,
ocultos a todas las miradas, en el límite
exacto donde termina el mar,
donde empieza la muerte.
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