Ninguna de estas piedras es ya cantil ni arena
ni playa blanquecida ni recuerdo apacible
al sol de algún verano guardado en la memoria;
Ninguna de estas piedras es piedra transparente
ni su brillo es destello fascinado y metálico.
Ya ninguna levanta su soberbia de canon,
su pureza de carne, su piel apasionada;
ninguna fue la imagen de otro tiempo, aun perdido,
iluminado y bello. Ninguna fue tesella de mosaico
ni erosionado zócalo lamido siglo a siglo
por el agua que asciende ante San Giorgio,
ninguna fue Venecia.
Ni siquiera la grava disgregada del mármol
de los antiguos templos que aun levantan su ruina
milenaria en la acrópolis
Ninguna de estas piedras fue la playa escondida
entre los farallones como en aquella tarde
en las costas de Mátala.
No costaba soñar y el tiempo aun ocultaba
su verde, acumulado transcurrir implacable,
su légamo hediondo convertido en pasado.
Porque el tiempo es ahora un fruto desolado
que respira en la sombra horadado de ciegas
trayectorias oscuras de arrecife y de pólipo
Y el mar, el mar que guarda oculta la memoria
en su abismo, el registro de todos los naufragios,
el mar que fue horizonte palabra y recomienzo
El mar que descansaba sereno ante las tumbas
que era el llanto de un dios arrepentido y roto
ya no es piedra turquesa, ni zafiro, ni astro
ni promesa que esplende en lejanía;
el mar es solo incendio pavorosa humareda,
inextinguible hoguera, herida que no cierra.
Y el aullido del aire se expande ensombrecido
por todos los caminos de las horas vencidas,
por las olas anónimas que llegan derrotadas
a la playa desierta. Aullido solitario
que no hace de estas piedras acantilado o playa
ni promesa apacible de otro nuevo verano
que inunde la memoria de brillo y bajamares
metálicas y mansas, como en aquella tarde
en las costas de Mátala.
ni playa blanquecida ni recuerdo apacible
al sol de algún verano guardado en la memoria;
Ninguna de estas piedras es piedra transparente
ni su brillo es destello fascinado y metálico.
Ya ninguna levanta su soberbia de canon,
su pureza de carne, su piel apasionada;
ninguna fue la imagen de otro tiempo, aun perdido,
iluminado y bello. Ninguna fue tesella de mosaico
ni erosionado zócalo lamido siglo a siglo
por el agua que asciende ante San Giorgio,
ninguna fue Venecia.
Ni siquiera la grava disgregada del mármol
de los antiguos templos que aun levantan su ruina
milenaria en la acrópolis
Ninguna de estas piedras fue la playa escondida
entre los farallones como en aquella tarde
en las costas de Mátala.
No costaba soñar y el tiempo aun ocultaba
su verde, acumulado transcurrir implacable,
su légamo hediondo convertido en pasado.
Porque el tiempo es ahora un fruto desolado
que respira en la sombra horadado de ciegas
trayectorias oscuras de arrecife y de pólipo
Y el mar, el mar que guarda oculta la memoria
en su abismo, el registro de todos los naufragios,
el mar que fue horizonte palabra y recomienzo
El mar que descansaba sereno ante las tumbas
que era el llanto de un dios arrepentido y roto
ya no es piedra turquesa, ni zafiro, ni astro
ni promesa que esplende en lejanía;
el mar es solo incendio pavorosa humareda,
inextinguible hoguera, herida que no cierra.
Y el aullido del aire se expande ensombrecido
por todos los caminos de las horas vencidas,
por las olas anónimas que llegan derrotadas
a la playa desierta. Aullido solitario
que no hace de estas piedras acantilado o playa
ni promesa apacible de otro nuevo verano
que inunde la memoria de brillo y bajamares
metálicas y mansas, como en aquella tarde
en las costas de Mátala.
Alfredo Piquer
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